No hemos hecho nada para que no surgieran fascistas.
Sólo los hemos condenado aligerando nuestra conciencia con nuestra indignación; y cuánto más intensa y petulante era la indignación más tranquila quedaba nuestra conciencia. En realidad nos hemos comportado con los fascistas (y hablo sobre todo de los jóvenes) de un modo racista. Es como si rápida y despiadadamente hubiéramos querido creer que estaban racialmente predestinados a ser fascistas y que no había nada que hacer ante esa determinación de su destino. Y no lo ocultemos: en el fondo todos sabíamos que cuando uno de aquellos jóvenes decidía volverse fascista, se trataba de algo puramente casual, no se trataba más que de un gesto irracional y sin motivo, quizá hubiera bastado una sola palabra para que aquello no hubiera ocurrido. Pero ninguno de nosotros se ha dirigido nunca a ellos para hablarles. Inmediatamente los hemos aceptado como representantes inevitables del mal. Y a veces se trataba de adolescentes de dieciocho años que no sabían nada de nada, y que se habían lanzado a aquella horrible aventura por pura desesperación. Pero no podíamos distinguirlos de los demás (no digo de los otros extremistas, sino de todos los demás). Ésta es nuestra pavorosa justificación.
P.d: Conozco, porque lo veo y lo vivo, algunas características de este nuevo poder todavía sin rostro; por ejemplo su rechazo del viejo clericalismo, su decisión de abandonar la Iglesia, su determinación (coronada por el éxito) de transformar campesinos y subproletarios en pequeños burgueses y, sobre todo su manía, por así decir cósmica, de realizar hasta el final el «Desarrollo»: producir y consumir.